domingo, 14 de abril de 2019

Extracto - Un día con ella


Tenía mucho sin mantener contacto con ella. Desde que supe que se casó entendí que todo había terminado, ahora solo quedaban los recuerdos. Cuando la añoraba y me recordaba cómo había cagado una relación con el potencial amor de mi vida, y comenzaba a sentirme culpable y con ganas de buscarla, lo único que apaciguaba la llama de la querencia eran los momentos negativos. Cosa rara, el amor. Hace que te vuelvas un tonto, pensando en pendejadas y nubes de corazones, cuando la realidad es que duele tanto como satisface. ¿Por qué para algunos nos es tan fácil olvidar los momentos malos? No es que ella era perfecta, ni que me trataba de las mil maravillas. Sus aires de superioridad a veces, sin querer o adrede, me hacían sentir diminuto, y tal vez por eso me aferraba más a ella, no quería perder a alguien que volaba tan alto. De hecho, la quería tomar de un tobillo para volar con ella, ya que aceptémoslo, yo nací sin alas.

De la nada y por ninguna razón aparente me escribió, estaba en la ciudad y se preguntaba por la posibilidad de verme. De inmediato mi corazón comenzó a bombear más rápido su combustible. No llevaba la cuenta, pero podría asegurar que hace unos 5 años que no la veía. ¿Tendría arrugas, kilos de más, el cabello pintado? ¿O quizás se vería aún más hermosa de lo que la plasman mis recuerdos, como una estrella de cine, siempre perfecta aún en ropa de casa y sin maquillaje? Pronto mis dudas se disiparían, acababa de responderle que nos viéramos en aquel lugar de tragos donde sirven sus mojitos favoritos.

El día se me hizo eterno. Observaba la computadora sin teclear o leer nada en particular, sólo miraba eventualmente a la esquina inferior derecha donde Microsoft marca el día y la hora. Decidí que era mejor enfocarme en trabajar, el tiempo se hace infinito cuando literalmente no estás haciendo nada más que respirar y rumiar. Por algún motivo, tal vez una dosis alta de adrenalina, todo me salió bien, ojalá y todos los días fuesen así de exitosos. Aunque amo el café, no hace ni de cerca las maravillas que ese mensaje de texto. En eso se me hizo la hora de partir hacia el lugar del encuentro y mi corazón volvió a palpitar a mil por hora. Llegué unos minutos antes de la hora acordada y aproveché de ir pidiendo una cerveza. El lugar estaba vacío, apenas estaba comenzando la semana y aún era temprano para quienes, sin importar el día, igual salen de copas o incluso para los que aprovechan las promociones de happy hour al salir del trabajo. Tomé el celular para escribirle que ya estaba en el lugar y a revisar las vidas felices de mis conocidos de Instagram sin dejar de contar los minutos esta vez en la esquina superior derecha de mi celular.

Poco luego de recibir un “Voy llegando”, sentí la sombra de alguien que entraba al local. Aunque estaba de espaldas supe que era ella. ¿Sería el aroma, o mero presentimiento? Se acercó a mi mesa y me tocó un hombro. De inmediato, haciéndome el sorprendido, me puse de pie y le planté un abrazo. Un abrazo que parecía un simple y jovial saludo a un ser querido que llevabas algún tiempo sin ver, de esos que comienzan bien profundo pero que terminan en un balanceo tonto de lado y lado, donde sin saber realmente por qué, terminan riendo las dos partes. Pero también un abrazo que no quería que terminara. Sentir de nuevo tan cerca su pecho apretando al mío, brindándole calma a mi bomba que seguía a mil por hora. El olor de su pelo, su oreja, su cuello, su ropa, todo junto en la más perfecta y única mezcla. En segundos, ese olor evocó mil y un recuerdos, una vez más, todos positivos. Porque en las peleas y dramas no huele sabroso, sólo cuando estás al lado de un gran amor que lo llena todo de flores y estupideces. ¿Por qué no podía oler la mierda que me hizo sentir cuando terminamos? ¿O el desagradable olor a humillación al enterarme de que cuando todo parecía ir perfectamente ella decidió acostarse con otro, hace más de una década? Gracias a mi mente por esos recuerdos. Me ayudaron a enfocarme y salirme de la hipnosis que ahora causaban sus ojos, tan vivos como siempre, y hermosos en una nueva tonalidad de sombras y maquillaje que sólo había visto en unas pocas fotos.

Como pensé, todo comenzó hablando de trivialidades. Cómo está la familia, el trabajo, los sobrinos. Si aún escuchábamos ciertas bandas o compartíamos los gustos del otro. Conclusión, increíble como a pesar de tantos vuelcos y cambios todavía seguíamos siendo en esencia los mismos mocosos de antes. Y al acabarse su primer mojito y mi segunda cerveza, los chistes y de ponernos al día con nuestras vidas, fui al grano con la agridulce pregunta del millón. ¿Y cómo te trata la vida de casada? Dije agridulce porque eventualmente me encuentro preguntándome cómo se llevan, si está arrepentida, si el sexo es bueno, si está feliz con él. Pero también temo que todas esas respuestas terminen siendo algo que no quisiera escuchar. Ya era hora de averiguarlo. Más que detalles, fue muy inteligente al contarme de manera general que era un hombre inteligente, apasionado, trabajador, pero sobre todo muy cariñoso. Más de lo mismo, es lo que aparece en todas las tarjetas de amor, ¿No? No resultó nada doloroso al final de cuentas. Por supuesto que ella aprovechó para preguntarme por mi relación, a lo que sólo respondí con un “bien, lo de siempre”, lo cual no era suficiente respuesta para ella. Comenzó el interrogatorio: Cómo le va a ella, viven juntos, han pensado en mudarse juntos, emigrar, en casarse o tener hijos, son felices, etc. Me sentí señalado porque sé que, aunque todas mis respuestas fuesen vagas, esta mujer y sus dones de psicoanalista estaban generando un reporte mental a partir de ello, y pronto tendría una conclusión que no iba a compartir conmigo. ¿Terminó el interrogatorio? Le pregunté, intentando liberarme del escrutinio. A lo que ella respondió con una sonrisa y un dedo índice en alto en busca del mesero. Un agua mineral y otra cerveza, esto se va a poner raro. Te quería ver porque necesito contarte algo. Quiero que lo sepas primero de mí, estoy embarazada.

Niebla, sordera, sinsabor. ¿Escuché bien? Mi primera impresión fue bajar la mirada hacia su panza. Nada. Solía usar ropa desajustada y cómoda, así que no podía habérmelo imaginado. No sé cuánto tiempo pasé en blanco, pareció una infinidad. Mi primera pregunta, básica como la de cualquier otro ser mundano en el planeta, fue, ¿Cuántos meses? Catorce semanas. Ca-tor-ce semanas, eso era demasiado. Por alguna extraña e incómoda razón quería que se subiera la blusa para ver una panza, sólo así podría convencerme. Aún no sabemos el sexo, pero estamos muy emocionados. Eco. Garganta seca. Sorbo de cerveza. Revolcón estomacal. Su mano en la mía y un “¿Estás bien?”. Ya no podía disimular, no podía intentar recordar el olor a mierda para esfumar el que tenía de frente. Llevé mis manos a mi cara y solté el más humillante sollozo, luego me puse de pie con un ya vengo y me fui directo al baño. No podía mostrarme así de debatido. ¿Qué demonios me pasaba, llorando por una mujer que me montó los cachos, de la que no sabía mucho hace más de 5 años, con quien había terminado hace unos 12, que estaba casada y ahora embarazada? Me miré al espejo y vi a una figura patética, de la que estaba avergonzado, pero también de quien estaba extrañado. ¿Y a qué viene todo esto? Despierta hombre, no es el fin del mundo, por qué esta reacción tan adolescente, ya parezco mi novia que, cuando me hace motines sin sentido y entra en razón, usa la excusa que nunca falla, son las hormonas. Mi novia, pensé en mi novia, es una buena escapatoria. No, no funciona. La gringa, piensa en la gringa. Oh qué hermosos senos, con los pezones más claros y delicados que jamás había visto. Con esos ideales tan de primer mundo, sólo te quiero para coger, estoy pasándolo chévere en la ciudad, no lo arruines para ambos. Bienvenido de vuelta, sosiego. Respiré profundo, me eché agua en la cara y salí con ella bien lavada como si nada hubiera pasado. Ahí seguía ella, cara triste, no esperaba que lo tomara de esa forma. No, no es lo que piensas, estoy muy contento, felicidades, me tienes que contar el sexo cuando lo sepas, El mayor de los éxitos, tus papás deben estar contentos, crece la familia. Con una mueca que asemejaba una sonrisa aceptó la respuesta invitándome a salir del lugar para ir a comer, ya que no podía beber más. Claro, si no tenía otros planes. Pagué la cuenta y salimos del lugar. A dónde quieres ir, no lo sé, llévame a algún lugar nuevo que no conozca. Anduvimos mucho rato en el carro tratando de decidirnos a dónde entrar, mientras ella tarareaba las canciones de la radio e iba recordando los viejos lugares del barrio.

Por fin nos decidimos a la vieja segura, hamburguesas. Como siempre, comió muy lento. Ya los ánimos se habían caldeado, volvimos a ser los mismos amigos, si así se podía llamar nuestra extraña relación, que se robaban papas fritas del plato del otro y se burlaban cuando a alguno le quedaban sobras de salsa alrededor de la boca. Por un momento me sentí en una cita, hacía demasiado que no estaba en una y creo que eso es una fortuna. Entre más pasaba el tiempo más nervioso e inseguro me volvía, y lo más difícil era no demostrarlo porque para todos, yo era todo lo contrario. Volví a ser chamo por ese rato, entre risas y mentepolladas, pero sabía que la historia terminaría pronto. Ella tenía alguien que la esperaba. Le pregunté si quería que la llevara a casa a descansar y me dijo que aún no, lo estaba pasando muy bien y quién sabe cuándo lo volvería a ver. En un par de días terminaba su viaje y debía volver a su hogar, con su marido. Por qué no vamos a un café o un lugar un poco más íntimo. Se está haciendo tarde y las calles se ponen peligrosas, contesté, por qué no conoces mi apartamento, te puedo hacer un té caliente o un Toddy.

Llegamos al estudio que por fortuna estaba relativamente ordenado. Me sentí orgulloso cuando escuché su wow, supongo que nunca pensó que llegaría hasta allí. Y con razón, si hasta hace un par de años que viví con mis papás. A lo mejor ni sabía que tenía mi propio lugar. Se sentó y saqué mi cerveza y un refresco para ella, que fue por lo que se decidió. El ambiente se tornó incómodo, de mi mamá aprendí a no recibir invitados en la casa, pero, cuando lo hiciera, a atenderlos mejor de lo que merecen. Me sorprendí de repetir las mismas preguntas que hacía ella a sus invitados, ofreciéndoles todo lo que tenía en la nevera o lo que pudiera hacer en un periodo corto de tiempo. ¿La ventana está bien así o la abro más, tienes frío o calor? Te puedo traer una manta o un ventilador. ¿Quieres subir los pies a la mesa? Espera, te traeré una almohada. Como al quinto está todo bien, otra tomada de mano, y un relájate sincero, me sentí todo un perdedor. ¿Por qué estaba demostrándole tantas atenciones? Una cosa son la galantería y hospitalidad, pero otra muy diferente era ser intenso y asediante.

De la nada y sin tiempo para razonamientos, sentí la conexión. Sus ojos dulces enfocados en los míos, su sonrisa suave y coqueta, y su respiración calmada que podía sentir al exhalar en mi cuello. Todo se hizo calma y silencio, y yo reconocía perfectamente esa mirada. Era su único instrumento de seducción, cuando éramos novios, sólo bastaba que me mirara de esa manera para revolcarme encima suyo. Así que me fui acercando muy lentamente a su cara para darle el tiempo suficiente de tenerme y salir corriendo, pero eso no sucedió, así que acerqué mi mano que recorrió su cuello para descansar en su nuca justo en el instante en que mis labios tocaron los suyos. Ya no había noticias de embarazo, 12 años de distancia, esposos o novias, sólo éramos ella y yo, juntos de nuevo, como debía ser. Poco a poco el beso se fue haciendo más y más apasionado, a tal punto de explorar con las manos todo el cuerpo. No había tiempo para arrepentimientos. Comencé a desabrochar su camisa y luego me agaché en el suelo para sacarle el pantalón. Luego la tomé de las nalgas para acercarla a mí y quedar más cerca de su vagina y besarla con los deseos reprimidos del tiempo. Sus gemidos y movimientos indicaban un deseo incandescente, como si también hubiese soñado con ese momento por mucho tiempo. Estalló con un grito que me hizo pensar en los vecinos, pero la idea se desvaneció tan pronto como llegó. Me aflojé la correa y mi pantalón y me monté sobre ella, sintiéndome el gigoló más sexy del universo de ver cómo mi ex se derretía ante cada uno de mis movimientos. Había escuchado que a veces las hormonas del embarazo hacen que las mujeres se sientan más cachondas, pero esto era otro nivel. Adiós recuerdos de sexo adolescente apenas practicado. Bienvenido al sexo adulto, pecaminoso y prohibido.

Sólo cuando todo acabó tuve tiempo de observar bien su cuerpo desnudo. Por supuesto que me concentré en su barriga, que sólo se veía un poco inflada, como si hubiera comido mucho y tuviera gases. No podía creer que ahí hubiera una persona. ¿Habrá sentido que ese que estuvo muy cerca de él no es su papá? Sólo espero que haya estado dormido todo el rato, siento vergüenza de alguien viéndome tener relaciones con su mamá, o peor aún, de una tercera persona en esa sala que de repente se me hizo pequeña y sofocante. La culpa estaba tocando la puerta. Qué hacer ahora, qué decir, qué ofrecer. Mientras tanto, parte de su cuerpo descansaba sobre el mío en un medio abrazo con mi mano enredando su cabello con caricias. No sé cuánto tiempo pasó, pero me alegré de escuchar que necesitaba ir al baño. Se llevó su ropa y allí se aseó y se cambió. Mientras tanto, yo también me vestí y saqué otra cerveza, pensando en lo que estaba sucediendo. En ese momento aún seguía siendo mejor la sensación de placer que de culpa. Al salir, la noté peinada y con su maquillaje retocado. Me pidió que le llamara un taxi, ya que no quería que su familia preguntara con quién había salido o de quién era el carro que la había dejado. Ya en el camino inventaría una excusa qué darles en caso de que preguntaran dónde había estado. No quería que se fuera en taxi, era peligroso a esas horas, pero me prometió escribirme apenas llegara a casa. Me dio un abrazo tal y como el del saludo y se marchó, sin más.

Mientras esperaba por el mensaje de texto desmoñé un trozo de sativa e inhalé una gran bocanada, que fui exhalando lo más lentamente posible para relajarme. Lo menos que quería era arruinar el momento pensando en consecuencias o peor aún, en las implicaciones morales de lo que acababa de ocurrir. Una vez en trance, decidí que ese había sido el mejor sexo de mi vida hasta entonces, y sonreí a la sala oscura, a mi cerveza y a mi pipa. Entonces, desperté del trance con el zoom del teléfono. Lo revisé y el mensaje decía: “Ya llegué. Estoy bien. Gracias por el rato, lo pasé de maravilla. No tienes que responder, de hecho, te agradecería si no me escribes, como quedamos. Nada ha cambiado. Te quiero.” Esta mujer es increíble. Sólo ella tiene derecho a venir y descontrolar mi mundo, hacer lo que desea conmigo, y mi único derecho es esperar a que, cuando le dé la gana, me contacte. Tal vez eso es lo que más me gusta de ella, su determinación para hacer las cosas. Su exceso de autoconfianza, pero, sobre todo, que me trate como a su juguete. Después de todo, parece que soy su masoquista.